jueves, 11 de septiembre de 2008

LA MANCHA EN LA PARED

Lucas regresó al pueblo para asistir al entierro de su abuela. Habían pasado más de quince años desde la última vez que estuvo, él entonces era un niño. Ahora, al ver las calles tan diferentes a las de la ciudad, su mente le había devuelto la conversación que aquel día mantuvo con su padre.
–Papá, ¿por qué la abuela vive sola en este pueblo tan viejo, por qué no viene a vivir con nosotros a la ciudad?
–Ven, sígueme– dijo su padre–. Quiero contarte algo.
Caminaron despacio hacia las afueras del pueblo. Al llegar al cementerio, su padre le dirigió hacia la parte de atrás.
–Aquí murió tu abuelo –dijo.
–¿Aquí? –preguntó Lucas sin entender.
–Lo fusilaron.
Los dos se mantuvieron un minuto en silencio sin apartar la vista de la pared.
-¿Por qué? –preguntó el niño.
–Nadie lo sabe por cierto. Dicen que no quiso delatar a su hermano.
–¿Sólo por eso le mataron?
–Así de injusta es la guerra, siempre paga el que menos culpa tiene.
–¿El abuelo también pertenecía al bando de su hermano?
–No, él no pertenecía a ningún bando, sin embargo ayudó a los que le mataron.
Escuchó que los otros iban por las iglesias quemando santos. Él no era muy religioso pero creyó que aquello no estaba bien. Escondió las imágenes en un cuarto de la iglesia que casi nadie conocía y lo tapió. La abuela nunca les perdonó y prometió que nunca se iría del pueblo, hasta reunirse con él.
Cuando se iban, Lucas reparó en algo que antes no había visto: Una pequeña mancha roja en la pared. No le dijo nada a su padre. Luego, durante años, imaginó que era sangre de su abuelo.
Al terminar el entierro Lucas fue al lugar. Allí estaba la mancha, como la recordaba. Se acercó y la rozó levemente con la yema de los dedos.
–Ella ya está contigo, abuelo –susurró.

Lentamente, como si de una sombra se tratara, la mancha se difuminó hasta desaparecer.

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